La llegada de Lula da Silva, presidente de Brasil, a la Argentina despertó debates que vienen de larga data entre las dos economías más grandes de Sudamérica. En el contexto actual de elevada inflación y rechazo sostenido del peso, la idea de una moneda común resurgió.

En teoría, una divisa común podría favorecer el comercio entre las partes, debido a una mayor simplicidad y previsibilidad en el cálculo económico. Al negociar en una misma moneda se podrían dejar de lado los tipos de cambio, y la comparativa de precios sería más sencilla, promoviendo de esta manera una mayor competencia entre las empresas de los países.

Además, en un marco de disciplina fiscal, la unificación monetaria podría ser útil para anclar las expectativas de inflación sin llegar necesariamente a una dolarización. Dadas las similitudes entre Argentina y Brasil, la adopción de una moneda común daría mayor flexibilidad para hacer frente a los shocks externos, cosa que no podría suceder si se da curso al dólar como única moneda. Si bien ello sería beneficioso, la contracara es una mayor injerencia argentina en el manejo de la política monetaria. ¿Estaría Brasil dispuesto a ceder parte de su soberanía monetaria a un país con un “prontuario” inflacionario como el argentino?

Un árbol de raíces amargas

Cuando se analiza la implementación de una moneda común, no se puede dejar de lado la experiencia de la zona Euro. Una vez introducido el euro en 1999, todos los países lograron una convergencia en la evolución de sus tasas de inflación. Un éxito total para controlar la nominalidad.

Sin embargo, detrás de esta experiencia existieron años de planificación y disciplina. El primer paso hacia la unificación monetaria se dio en 1979. Y en 1991, ocho años antes de la introducción del euro como moneda de curso legal, se celebró el Tratado de Maastricht. A través de este acuerdo, los países se comprometieron a cumplir estrictos límites sobre el déficit fiscal y el nivel de deuda.

El éxito de este tipo de medidas no solo necesita tiempo, sino también de una serie de reformas que garanticen la libre movilidad de factores productivos: trabajo (mediante legislaciones laborales acordes) y capital.

Cabe señalar que los beneficios de una unificación monetaria no se observan de un día para el otro. Los tiempos de la economía, una vez más, difieren de las urgencias de la política, signadas por grandes dosis de cortoplacismo.

Débiles convicciones

Hechas estas consideraciones, la idea de una moneda común fue perdiendo fuerza a lo largo de las últimas jornadas. Cuando comenzó a tratarse esta noción, el ministro Massa aclaró que no involucraría una moneda única, sino de una divisa común para comerciar entre los países. Luego, se dejó entrever la posibilidad de un swap de monedas entre ambas naciones.

Finalmente, los ministros de Economía de Brasil y Argentina anunciaron el compromiso de implementar una línea de financiamiento de importaciones a un año. Sucede que las restricciones cambiarias de nuestro país repercuten negativamente en sobre exportadores brasileños, especialmente multinacionales que operan a ambos lados de la frontera. A través de esta línea de crédito, coordinada entre el Banco de Brasil y el Banco Nación, se apuntaría a destrabar el comercio entre los países sin pasar por el MULC.

Así, si bien no se comprometerían las divisas hoy, habría que hacer frente a este compromiso de cara a un año. No solo para devolver el capital, sino también para pagar los intereses correspondientes, tarea que recaería sobre la próxima gestión. Al fin de cuentas, la moneda común con Brasil fue otra jugada más del “Plan Llegar”.